Historia del Sacro Imperio Romano Germánico
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Antecedentes del Sacro Imperio Romano-Germánico
Según la leyenda de San Silvestre, Constantino habría arrojado las insignias imperiales, siendo recogidas por el Papa y quedando depositadas, en teoría, en las manos del Pontífice, de manera que, en consecuencia, éste podía otorgarlas a quien considerara digno de las mismas.
La presión que bizantinos, lombardos y aristocracia romana ejercían sobre el Papa, determinaron a éste a buscar un apoyo eficaz fuera de Italia, estableciendo así con la dinastía pipínida, mayordomos de los reyes merovingios: Los pipínidas ayudarán al Papa a mantener su independencia frente a las distintas amenazas, especialmente, frente a los lombardos, si bien, éstos se apoyarán en la auctoritas papal con el objeto de consolidar su linaje: Dada la dejadez de los llamados 'reyes holgazanes' merovingios, Pipino el Breve consultará a la curia pontificia si es adecuado que sea rey quien no gobierna, en clara referencia al merovingio Childerico III.
El papa Zacarías afirmará que, efectivamente, ser rey implica ejercer una responsabilidad, un ministerium, un servicio, de modo que, de no ser ejercido, la deposición es legítima. Así, y siguiendo la tradición germánica, Pepino el Breve será aclamado por los aristócratas francos como rey, si bien, la sanción definitiva vendrá dada con la unción del Papa San Bonifacio. Pipino será proclamado "patricio de los romanos", lo cual implica su reconocimiento como protector efectivo de Roma, y por tanto de la Iglesia y el Papado. El rey es hijo espiritual del Papa, y la Curia le concibe, siguiendo el Antiguo Testamento, como nuevo David, rey guerrero, santificado por la unción, protector de la Iglesia y el pueblo.
Uno de los hijos de Pipino, Carlos, mantendrá esta política de protección del Papa y su independencia, siendo por ello premiado, en la Navidad del año 800, con la dignidad imperial. Sin embargo, muy pronto surgirán diversas concepciones al respecto de éste importante hecho: Para Roma, el título imperial sólo tiene sentido si se entiende como servicio, como ministerium, fundamentalmente a Dios y la Iglesia, pero para la corte carolingia de Aquisgrán, el título imperial no viene sino a rubricar el papel del rey de los francos como elegido de Dios y protector de la Iglesia, constituyendo un título de prestigio y no tanto una obligación.
Coronando al rey de los francos, el Papa esperaba asegurar su independencia y protección y manifestar que la auctoritas le corresponde a él, aunque la potestas sea de los príncipes laicos, es decir, que si bien la Iglesia no tiene poder, tampoco el poder del príncipe es absoluto, sino que está limitado por la autoridad del Papa. Sin embargo, para Carlomagno, la coronación imperial no era sino la sanción jurídica, la culminación simbólica del proceso de consolidación del poder de su linaje y del pueblo franco, como pueblo elegido de Dios: lejos de pretender asegurar la independencia de la Iglesia, Carlomagno pretendía controlarla para hacer de ella un mero apoyo ideológico, cultural, espiritual, administrativo, etc. El poder estaría en manos del Emperador, no siendo el papa mucho más que un mero sumo sacerdote.
En 858 es proclamado Papa Nicolás I, el cual asume las ideas de Gregorio Magno y Gelasio I, insistiendo pues, en la primacía del Papa y en que el poder imperial deriva de la autoridad pontificia, de manera que el emperador es súbdito del Papa, y no al revés. La desobediencia al mismo, implicaba no sólo infidelidad, sino idolatría, al pretender poner por encima del vicario de Cristo al Rey. Esta doctrina será muy bien acogida por los Welf, como representantes de una alta nobleza territorial que aspira a reducir el control y la soberanía que el emperador ejerce también sobre ellos.
El Sacro Imperio Romano-Germánico y la pugna con el Papado
Las guerras intestinas que estallan durante el reinado de Luis el Piadoso y la presión ejercida por los normandos contribuirán a debilitar extremadamente a la dinastía carolingia, hasta el punto de que se producirá la translatio imperii, el traspaso de la dignidad imperial a una nueva dinastía: tras derrotar a los destructivos húngaros en Lech (955), el duque de Sajonia Enrique I, el Cetrero adquirió gran prestigio, en lo que no era sino manifestación del poder que habían adquirido los grandes ducados orientales del agonizante Imperio carolingio, esto es, los ducados alemanes.
Así, Otón I, hijo de Enrique, era coronado en 962 como Emperador. Nace así el Sacro Imperio Romano Germánico. Sin embargo, este traslado de la dignidad imperial a Alemania no iba a evitar la pugna entre el poder laico y el eclesiástico, sino que, por el contrario, iba a dar pie a algunos de los más notables episodios de este enfrentamiento de la Historia de Europa.
Sin duda, uno de los más conocidos será la Querella de las Investiduras, protagonizada por Enrique IV (1056 - 1106), y que estalla por la pretensión del emperador de designar a los cargos eclesiásticos o administrar las rentas de los monasterios, pasando por encima del Papa y estableciendo así un control absoluto sobre la Iglesia. Gregorio VII publicó entonces los Dictatus Papae, que contemplaban la deposición del Emperador si amenazaba la libertad de la Iglesia - dado que la unción y coronación como emperador se basaba, precisamente, en que éste defendiera dicha libertad, por lo cual, de no hacerlo, resultaba lógico desposeerle del dicha dignidad imperial -.
Los grandes señores alemanes, temiendo perder su autonomía ante el inmenso y absoluto poder que la victoria sobre el Papa proporcionaría al Emperador, decidieron apoyar al Papado, estableciéndose así un equilibrio entre ambos contendientes. No obstante, ésta se decantó en 1137, tras la muerte de Lotario III por Conrado III Hohenstaufen de Suabia, cuyo linaje era conocido como Weiblingen, que formarán el bando de los gibelinos, frente a la familia Welf de Sajonia.
Sin embargo, la pugna vino a intensificarse con Federico I Hohenstaufen, conocido como Barbarroja (1152 - 1190), el cual, si bien ayudó inicialmente al Papa frente a los patricios romanos, lo hizo para asegurar su poder y prerrogativas sobre las ciudades lombardas, las cuales, lideradas por Milán, se unieron en la Liga Lombarda, a la que el Papa apoyaría. Aprovechando la ausencia del Emperador y su derrota ante los noritalianos en Legnano (1176), los magnates alemanes consolidaban su poder, haciendo de contrapeso a Barbarroja y los magnates subordinados a él.
No obstante, el poder imperial resultaba todavía suficientemente amenazante para la posición del Papa como para buscar un nuevo aliado, Francia, potencia que se mostraba cada vez más pujante, que parecía querer reeditar el imperio carolingio, y cuya intervención en Italia abrirá nuevos episodios conflictivos que marcarán la historia de Europa, al menos, hasta bien entrada la Edad Moderna e incluso la Contemporánea.
En este sentido, resulta significativo que la extinción del Sacro Imperio Romano Germánico, en 1806, viniera propiciada por la proclamación del napoleónico Primer Imperio Francés y que el Segundo inaugurado por el sobrino de Bonaparte, Napoleón III, fuera anulado a su vez, por el II Reich alemán del prusiano Guillermo I.
(Autor del texto del artículo/colaborador de ARTEGUIAS: Jorge Martín Quintana)